27 junio, 2008

Editores: Manos de tijera

Era la 01:30 de la madrugada y por fin lograba poner el punto final a la revisión de la obra que presentaría para la convocatoria que realizó Grupo Nelson, a su Primer concurso de novela de ficción. El resultado: una obra de 256 páginas, de una historia, según yo, buenísima. Es que alguien por ahí me enseñó que debemos amar todo lo que literariamente parimos. Cansado por el trabajo, empipado de tanto café para espantar el sueño, cavilé en lo que pensaría el editor a leerla.

Tal vez, me dije, ojeará las primeras páginas y la tirará al tacho de la basura. Porque cuando uno es aprendiz, muchos manuscritos pasarán por ese lugar antes de escribir algo que sea publicado y vea la luz del sol desde una vitrina, ya como libro, esperando ser comprado. Pero, eso lo decide un señor llamado editor, que es algo así como el cedazo de las editoriales. Su escudero. El que tiene la labor de evaluar, corregir y decidir si el trabajo se va al tacho de elementos eliminados o con alguna manito de gato logra perfilar un buen material. Para muchos, es el malo del rubro, el que troncha los sueños de los novatos escritores, pero no es así. Un día los cuestioné hoy los defiendo.


Hace poco leía un reportaje que le hizo un diario a la destacada autora chilena Isabel Allende, y ella recordaba las múltiples ocasiones que fue rechazada por los editores porque no encontraban merito en su trabajo. Es que ser escritor es un camino largo, largo, que muchos de nosotros, incluyéndome, nos cansamos de recorrer y cuando hemos terminado algún trabajo, viene este señor llamado editor y con sus manos de tijeras comienza a recortar, podar, eliminar el trabajo que con tanto cariño hemos realizado y créame, eso duele.

Mi amigo Eugenio Orellana, que tiene una larga trayectoria como editor y traductor para varias editoriales en EE.UU, aún recuerda y sé que comparte en sus seminarios en ALEC (Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos) una anécdota que me sucedió cuando por primera vez pasé por el trauma de una edición de un artículo por un profesional. Según yo, lo que había escrito era lo mejor después de la rueda. Cuando me publicó el artículo corregido ¡no lo podía creer! Lo llamé a Miami, Florida y le dije: Esto no fue lo que yo escribí. Lo tuyo no servía, me dijo. Y comenzó a mencionarme los errores. En el momento dolió porque era más ignorante que ahora, con el tiempo no sólo agradecí la corrección sino que la esperaba con impaciencia cada vez que escribía algo. Hoy nos reímos de esa anécdota y cada vez que hablamos me la recuerda.

El editor no es un Bin Laden literario que quiere troncharlo como escritor. Más bien es el que nos ayuda a que nuestro trabajo sea bien evaluado y no pasemos vergüenza de lo mal que escribimos. Acepte con humildad sus opiniones, sugerencias y recortes. Ellos saben más que usted y yo, porque esa es su territorio, su campo. Hágale caso. Lo único que le va a doler es el orgullo.
Cuando terminé de corregir mi manuscrito y pensé en lo que opinaría quién la evaluará, cavilé que sin importar lo que él decida u opine de mi trabajo, no me quitará lo bien que lo pasé escribiendo, el placer que tuve de crear una historia, un personaje. Lo divertido que es inventar. Sentir que en nuestras manos está el poder de matar personajes, hacer cándido a uno y malo a otro. Divertir, intrigar y emocionar al lector. Engañarlo y hacerle creer que tendrá cierto desenlace y que en realidad terminará de una manera inesperada. Todo esto no tiene precio. Porque uno escribe antes que todo, no para convencer al editor, sino uno escribe para divertirse.

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